Tras unas puertas traseras de
la calle Porvenir nos esperaba,
como un niño travieso que se
escondiera para darnos un susto, el olor
a manzanas en fermentación: la
fábrica
de sidra. Y acelerábamos el
paso para no marearnos
con aquella tufarada o vaharada
de alcohol, que bien se veía con sólo respirarla
lo que podía hacernos. Pero ése
era el camino más corto
hasta la plaza de los Vadillos
y la Esgueva,
el río femenino de nuestra
ciudad. Corríamos
un trecho hasta la chatarrería
junto a las vías del tren. Ese
tren que habría de llevarse a mi hermano,
pero entonces éramos niños, que
es como decir que nada sabíamos del país del Futuro,
ni nos importaba, plenos de
presente, completos, absolutos…
Eternos. Quizás un día unos
ángeles con rizos
anaranjados y palabras
francesas nos convertirían en humanos y nos romperían
el corazón al irse, y nos
haríamos mayores
a fuerza de añorarlas: Esa
expulsión, esa caída en el Tiempo
(porque en el Paraíso no lo
hay), ese convertirnos en mortales,
en vulnerables, en efímeros,
ese irnos desleyendo en
el Pasado. Pero aún (porque esto sucedió el invierno
de la Gran Nevada) todavía no
sabíamos qué podían hacer el espacio y el tiempo
dentro de nuestro corazón. Teníamos
nueve años,
cruzábamos las vías y ahí comenzaba
nuestro territorio de juegos, la pradera,
donde no tardando mucho
surgiría el barrio de los Pajarillos…
Eduardo Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario