Íbamos a jugar a la pradera,
una inmensa extensión
de verdura que comenzaba al
otro lado de las vías
del tren. Hoy todo eso es el
barrio de los Pajarillos:
Tórtola, Mirlo, Periquito,
Cigüeña, Pavo real…
calles insólitas que tienen
menos edad que nuestra infancia,
que brotaron de los solares de
nuestro corazón
escolar. Un montón de carteras
abandonadas mientras nos
inventábamos recorridos por la selva
o preparábamos incursiones
hasta el páramo de San Isidro,
donde vivían los gitanos. Si se
jugaba un marianete
esas carteras, en dos montones,
señalaban los postes de la portería.
Hoy he vuelto a ese lugar. Los
gitanos hace décadas
que levantaron sus campamentos
de chabolas. Si estuvieran allí,
el olor de sus hogueras
incesantes convocaría a esos niños
que fuimos. Que se perdieron
jugando al escondite.
Que siguen escondidos todavía,
esperando que nuestro yo actual
los rescate.
Eduardo Fraile
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