sábado, 10 de febrero de 2018

Évora, diciembre/1985


Fue sólo el tiempo de un café, de pie ante el mostrador de la pastelería.
Recuerdo varias chicas afanándose con los desayunos, hacendosas,
minuciosas entre las cremas y las natas, como bordadoras de la espuma
del día quizá gris, como las piedras del templo de Diana,
allí al lado, el bosque de columnas que sostenían el tiempo
(el peso innumerable del tiempo de un café)
sobre aquella ciudad. Évora, Évora.
Decir sus sílabas a veces, pronunciar ese nombre
femenino de resonancia misteriosa y profunda, acariciar el oro
y la seda del sonido como un río que regresa…
Pero entre las aguas primigenias de su corriente, una mirada
ya no suspende el latido de mi corazón. ¿Cuánta belleza
contenían sus ojos para fijarme allí,
absorto en ellos, el tiempo de un café, 24 años,
que quizá era su edad?
No he podido olvidarla, sola entre las compañeras,
única y alta y distinta, distinguida en su quehacer
humilde que desempeña con total sencillez, con elegancia
insuperable. No he podido olvidarla, pero ya no la recuerdo:
su dibujo purísimo difuminándose entre la niebla del tiempo
de un humeante y tembloroso café.

Évora, Évora. Mi mejor yo se quedó allí contigo,
mudo, suspenso, adorador (con las rodillas
del corazón dobladas), allí en pie, ante la puerta del Templo
de la Belleza.

Eduardo Fraile

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