sábado, 20 de enero de 2018

Nines

            Así que Nines se convirtió sin querer en el alma de La Luna, en su misterio y en su magia. No es que Tony anduviera buscando una línea editorial, por así decir, pero aquella camarera menudísima, seria y eficaz tocó, transfiguró aquel espacio con su encanto casi minimalista. Y La Luna fue ella en adelante (también un poco yo, y los habituales que trasladamos allí el salón de nuestra casa, pero Nines lo aglutinaba todo y le daba sentido de totalidad). Por lo general había otro camarero masculino que iba cambiando cada poco, pero ella, secretamente, permanecía. Y ese encanto personal del que hablo estaba lleno de gracia, y de sensualidad, por supuesto, pero su belleza parecía estar diciendo: disfrutad de mí, pero no me toquéis. Muchos se enamoraron de ella, era inevitable, pero lo normal ─mi caso, por ejemplo─ era adorarla y sentir su calor cercano y distante de hermana, liberados de la ansiedad, de la urgencia, de los terribles estragos del deseo de posesión.
         O sea que no me enamoré de Nines. Yo ya venía enamorado de casa, y me enamoraría muchas veces más en el futuro (algunas allí mismo), pero incluso en el hipotético caso de que ella me hubiese correspondido, aquello hubiera supuesto un problema logístico. No puede durar uno mucho tiempo sentado en un café (y yo hacía allí horas y horas) alimentando una pasión a base de miradas. Es más, mirarla así, admirar su sinfonía de movimientos exactos y gráciles me daba paz, me serenaba interiormente, y sentía la caricia pura de la belleza sobre mi corazón. Estaba fuera del Tiempo (o eso parecía). Jugaba con la distancia y la gravitación universal, quizá las cosas se ponían en marcha con las órdenes de su mente como en una especie de telequinesia. Jamás oí que se rompiera un vaso o un platillo o una taza de café. Siempre tomaba la decisión más económica y brillante para ejecutar un movimiento. Nada chirriaba. El Universo era así, tenía que ser así para que los planetas no chocasen unos con otros. Luego leeríamos a Nietzsche, o lo habíamos leído ya, mejor dicho, en los días del colegio, aquellas frases suyas llenas de poesía: el Universo se mantiene a sí mismo en tensión merced a la desconfianza mutua de sus galaxias. Pero este no era el caso. En los momentos de mayor agitación, cuando la barra estaba llena y todo el mundo pedía a la vez, ella creaba una burbuja de silencio donde reinaban el orden, la rapidez y la serenidad. Casi se manejaba mejor ella sola que con el otro camarero, siempre más lento, con el que debía preocuparse por no tropezar. Eran las horas del café, o de la media tarde, cuando los ríos humanos que venían de las Delicias atravesando el túnel de Labradores paraban en el semáforo de la Cruz Verde y dejaban aquí parejas, grupos de estudiantes y alguna individualidad maravillosa que quizá trastocaría el orden del universo con una caída de pestañas o un deje de la voz, o simplemente la manera con que se desplazaba en el espacio y el tiempo. Cuerpos celestes no identificados aún, de secreta procedencia ─¡de las Delicias!, de más secreta aún destinación…


Eduardo Fraile

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