sábado, 11 de julio de 2015

Vidal



Era el pescadero,
el fresquero, como decían en los pueblos por donde pasaba su Citroën dos caballos
azul plomo, lleno de cajas de sardinas
y de chicharros dormidos entre escamas de hielo
derritiéndose, y hojas de helechos y ramas de perejil.
Vidal, el pescadero.
Le fuimos viendo envejecer verano tras verano
(supongo que en los inviernos tenía menos mérito
su lucha contra la corrupción). El pelo
se le volvió gris, los aladares como lomos de merluza…
a la romana (me refiero aquí al peso,
a la balanza ancestral, no a la preparación
culinaria). Y un día lo dejó definitivamente,
obsoleto frente a los nuevos furgones frigoríficos
que le sustituyeron sin contemplaciones.
Alcancé a verle
años después en la ciudad: pez sacado del río
(del discurrir de la corriente, del transcurso, de la fluidez):
los ojos secos, el mirar perdido en un tiempo anterior.
Seguro que recordaba a nuestras madres, la parroquia
de cada pueblo, mujeres
que salían con sus mandiles puestos al escuchar la bocina
de Vidal.
Llevará muerto muchos años. Recordarle
es recordarme entonces, en las aguas fresquísimas
de la niñez: no teníamos miedo
de nada. La plenitud,
la rotundidad que el verano ponía en cada cosa
nos hacía inmortales.
Incluso los pescados del pescadero estaban vivos
entre piedras de luz.

Eduardo Fraile

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