sábado, 18 de julio de 2015

Montañas mágicas



Las eras producían (como una rara orogénesis) dos tipos de montañas:
parvas de paja de oro, que destellaba al sol, y cónicos montones
de trigo anaranjado o de rubias cebadas. Con el pasar de los días,
con el funcionamiento implacable y exacto de los engranajes,
de las ruedas dentadas de las trillas, iban creciendo, apuntando, ensanchándose
esas montañas mágicas de menudísimos granos
de harina, de infinitas espigas trituradas
por las chinas de pedernal de los trillos concéntricos
y obsesivos, eficacísimos hasta la demolición.
En Madrid mi infancia oscilaba como un péndulo
de la montaña de arena a la montaña de hierba.
(La montaña de arena era el lugar de nuestros juegos,
nos deslizábamos desde su cima de lija o de raspador de caja de cerillas
sobre cartones; la montaña de hierba
servía de base de lanzamiento para que los aeromodelistas
probaran sus prototipos.) Pero el verano era sagrado:
Castrodeza era el reino de la cosecha, de la mies,
del bálago que había que acarrear de madrugada
para ser trillado en las horas de canícula
y aparvado deprisa tras la siesta, antes que la tormenta
de cada tarde viniera a perfumar el aire que ensanchaba
nuestro pecho de niños, abriéndolo, dándolo de sí…
para que nos cupiera ―quizás― el corazón.

Eduardo Fraile

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