sábado, 27 de junio de 2015

Una bacía de azófar



            O quizá el yelmo de Mambrino, cómo poner hoy el título a esta columna, coronar con el casco toda la ferretería de las armas, la celada de encaje, cosas cuya sola definición nos llenaría el espacio y el tiempo, cuánto más el cuadrado de la velocidad de la luz. Ved ahí un hombre cuya imaginación relumbra (alumbra lumbre de alumbre, Luzbel de piedralumbre: Miguel Ángel Asturias, El Señor Presidente), errando por el campo de Montiel. Llaga de luz (Manuel Machado en El Cid), piedra que arde infinitamente, herida que destella.
            Va Don Quijote reflejando la luz como en un juego de espejos, la luz especulativa, las aspas del molino de la luz rotando en su cabeza. Cada neurona es un chispazo vivo, la ignición de un volcán al pleno sol de julio, de agosto, qué sé yo, ese verano que no se acaba nunca en el libro de Cervantes, el autogiro de Ramón de la Cierva.
           Y Don Quijote despega, ave, helicóptero, dejando clavado en el suelo a Rocinante, a Sancho en su jumento, que asiste a la ascensión de su señor como a un asunto de cohetería (o de encantamiento, como suele decir él), tan común a sus libros de caballeros andantes. «Y tú cortando el puro/ aire…» de Fray Luis de León.
            Una bacía de azófar, de latón, como decimos en la prosa de la vida, en la prisa del metal, áurea corona de rey, de vencedor de sí mismo. Miradle: es el hombre de hojalata, sus armas abolladas, enmohecidas, bataneadas, con orín o cardenillo, con sudor, sucias, rendidas, derrotadas… Mirad más, y ved cómo el dedo de la luz, como a un elegido, le señala.

Eduardo Fraile

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