Los madrileños éramos nosotros,
que veníamos cada verano
en el taxi de Ramón, desde San
Telesforo, 10 (desde la misma puerta
de nuestra casa, junto al
jardín
donde aparcaba cada fin de
semana el camión de las Vespas)
hasta Tordesillas por la
carretera Nacional VI, y luego desde allí
a Castrodeza por la comarcal de
Torrelobatón y Medina de Ríoseco.
O sea que llegábamos a casa de
la abuela Evarista
en un Seat 1500 negro con una
raya roja,
y ya olía a longanizas
friéndose en la sartén
y a torreznos crujientes con
que nos reponíamos del viaje
y se agasajaba a Ramón, que
colgaba su gorra
de plato en uno de los clavos
de las vigas.
Todo eran gritos de alegría,
alguna lágrima,
los besos de la abuela y las
tías, que sabían a pan
candeal, al pan lechuguino de
Valladolid, tan apreciado en Madrid…
El humo de paja fina de la
lumbre, los gatos
merodeando entre nuestras
piernas
de niños de ciudad, los
ladridos serenos de Milord
y la Canela… Eso era la
puerta
de entrada al Paraíso, eso era
el regreso
al infinito verano, a las
cuadras, a las trillas,
a los cántaros itinerantes, a
los escriños de los huevos,
a la nasa para el pan. Las
eras, el molino
con su presa de aguas
insondables, el plantío, el Marrandiel
con sus álamos altísimos, el
río con sus ranas
y sus cangrejos y sus barbos,
que pescaríamos y merendaríamos
tardes de oro sin fin. Ramón se
volvía solo
tras el almuerzo reconfortador,
y salíamos a despedirle a la portada
donde bordoneaban las abejas de
la luz. Volvería
a por nosotros en septiembre,
pero septiembre no tenía realidad
aún, era como decir… no sé, el
día de mañana
como repetían nuestros padres,
o cuando seáis mayores, el futuro,
la interminable madurez del
verano, la vida…
Eduardo Fraile
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