sábado, 17 de enero de 2015

Los madrileños



Los madrileños éramos nosotros, que veníamos cada verano
en el taxi de Ramón, desde San Telesforo, 10 (desde la misma puerta
de nuestra casa, junto al jardín
donde aparcaba cada fin de semana el camión de las Vespas)
hasta Tordesillas por la carretera Nacional VI, y luego desde allí
a Castrodeza por la comarcal de Torrelobatón y Medina de Ríoseco.
O sea que llegábamos a casa de la abuela Evarista
en un Seat 1500 negro con una raya roja,
y ya olía a longanizas friéndose en la sartén
y a torreznos crujientes con que nos reponíamos del viaje
y se agasajaba a Ramón, que colgaba su gorra
de plato en uno de los clavos de las vigas.
Todo eran gritos de alegría, alguna lágrima,
los besos de la abuela y las tías, que sabían a pan
candeal, al pan lechuguino de Valladolid, tan apreciado en Madrid…
El humo de paja fina de la lumbre, los gatos
merodeando entre nuestras piernas
de niños de ciudad, los ladridos serenos de Milord
y la Canela… Eso era la puerta
de entrada al Paraíso, eso era el regreso
al infinito verano, a las cuadras, a las trillas,
a los cántaros itinerantes, a los escriños de los huevos,
a la nasa para el pan. Las eras, el molino
con su presa de aguas insondables, el plantío, el Marrandiel
con sus álamos altísimos, el río con sus ranas
y sus cangrejos y sus barbos, que pescaríamos y merendaríamos
tardes de oro sin fin. Ramón se volvía solo
tras el almuerzo reconfortador, y salíamos a despedirle a la portada
donde bordoneaban las abejas de la luz. Volvería
a por nosotros en septiembre, pero septiembre no tenía realidad
aún, era como decir… no sé, el día de mañana
como repetían nuestros padres, o cuando seáis mayores, el futuro,
la interminable madurez del verano, la vida…

Eduardo Fraile

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