sábado, 4 de noviembre de 2017

Jerónimo Rodríguez

            Las palabras son soledad (Henry Miller). Las palabras que salen a buscar el camino de regreso, las palabras que parten a conquistar tierras lejanas, las palabras que nos decimos para evitar la noche (o para que no llegue nunca a amanecer). Mi hermano Jerónimo Rodríguez. Le gustaba Henry Miller ya desde que ambos nos lanzamos a la aventura de las palabras infinitas, o a la aventura infinita de escribir novelas (él) y poemas (yo mismo). Es decir, por ahí por los 17 o 18 años de nuestra edad. Fuimos compañeros de colegio, y luego yo iba a verle a Burgos en el tren y él venía a Valladolid o a Castrodeza, y nos enseñábamos aquellas páginas llenas de maravillas incipientes y novísimas, poseíadas por la ingenuidad y la genialidad de quienes se apuestan a sí mismos por completo. Dábamos miedo, o pena, o envidia, qué sé yo. Así que en cierto modo llevamos vidas paralelas (como las vías del tren) y cada uno iba teniendo sus novias y sus libros, y el rito de visitarnos cada cuanto o cada tanto. Las últimas veces que nos vimos en Burgos él tenía una buhardilla en Cardenal Segura (junto a la Catedral), y se podía uno sentar en las tejas del tejado saliendo por la ventana de la cocina. Y en estas se casó con una colombiana (él, que siendo de Royuela de Río Franco tenía rasgos de indio del Amazonas: el indio Jerónimo, le llamábamos en clase). Y vendió la buhardilla y se fueron a Cali, en el valle del Cauca, y tuvieron una hija (Leda) y todo fue de maravilla unos años, hasta que las cosas se jodieron (y así es como se dice aquí y allá, en Román paladino y en narco del cártel de Pablo Escobar).
           A partir de aquí puede el lector imaginarse la historia de separación más complicada y peligrosa (y dolorosa y tristísima) posible. No se le acercará. Yo no sabría escribirla (ni él mismo, supongo, y por eso la sufrió). La realidad siempre supera a la ficción. O la Naturaleza imita al Arte. No volvió a ver a su hija y todos esos años vivió en Canarias (Tenerife, Los Rodeos) primero, y luego Madrid, sobreviviendo con trabajos de seguridad privada por las noches y escribiendo por el día sus diarios y sus relatos de ambos mundos… Nos vimos varias veces, sobre todo en los días de la Feria del Libro, y alguna noche dormí en sus casas sucesivas de Malasaña (Divino Pastor, Monteleón, Galería de Robles). Comíamos en esos restaurantitos insólitos que todavía brotan por esas calles, y luego yo me iba a Chamartín. El tren, siempre el tren uniéndonos y separándonos, trayendo y llevando nuestros sueños a través de renglones inflexibles, sin fin.
           La última vez (ya habían pasado los años, y su hija andaría muy cerca de los 18) me contó que tras el verano pensaba volver a Colombia, a la aventura, y buscarla.
Dejaré la casa, me despediré del curro y haré el viaje siguiendo la ruta de Humboldt. (Las últimas cosas que me dio a leer eran biografías de personajes históricos, a la manera de Zweig, y Humboldt le atraía muy especialmente.) Me acompañó a la estación y al despedirnos en el andén del AVE me dijo: ─Bueno, quizá esta sea la última vez que nos veamos. Hoy esas palabras resuenan en su justa solemnidad. Traté entonces de restarles dramatismo, pero sonaron a Largo Adiós de Raymond Chandler y le deseé lo mejor en su búsqueda: ─Ya verás como todo va a ir bien.
            No volvimos a saber nada de él (ese verano, antes de iniciar el viaje estuvo unas semanas en el pueblo, ordenando sus libros, sus papeles, en la estantería grande que le ayudé a construir en 1981, según me han dicho después). Han pasado tres años sin ninguna noticia, sin dar señales de vida. No llamó ─ni a mí ni a nadie de su familia, ni siquiera en Navidades o fechas señaladas─. De repente su hija comenzó a buscarle por Internet, incluso vino a España a preguntar, a recordar quizá sus primeros años… La cosa no pintaba bien. Él nunca tuvo sensación de peligro mientras vivió por allá (quizá sí cuando las cosas se torcieron) y nos decía que la situación se veía desde España más exagerada de lo que era. Le gustaban aquellos paisajes exuberantes donde tan naturalmente encajaban sus facciones y solía adentrarse solo en la populosa soledad de la selva. La catedral de palabras carnosas ─carnívoras, mejor─ que crecían a cada paso, como dichas por él esos primeros años en que fuimos quijotes, héroes, santos, conquistadores, poetas…


Eduardo Fraile

3 comentarios:

  1. Gracias por compartir este texto. Fue valioso para mi leerlo. Ya me gustaría a mi saber de él. Mi padre me deja un gran vacío y muchas preguntas sin responder.

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    1. Hola Leda, me llamo Patricia, soy de Burgos aunque hace años que vivo en Barcelona, fui muy amiga de tu padre Jerónimo. Perdimos el contacto hace años y a veces he tratado de localizarlo mirando en internet por si encontraba algo; ya no tenía su móvil y el mail no era válido. Así es como encontré de milagro el Blog de Eduardo Fraile en el que había un post sobre tu padre donde explicaba cómo él también le había perdido la pista y al ver tu respuesta pensé que aunque han pasado años desde entonces tal vez aún quieras saber sobre tu padre. Puedo hablarte del Jerónimo que yo conocí y quizás ayudarte a llenar ese hueco que dejó. Espero que leas esto, este blog es la única forma de contactar contigo. Te dejo mi correo por si quieres ponerte en contacto conmigo. Estaré encantada de poner un poco de luz. Un abrazo, Patricia.

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