Lo
peor de todo era que te dijeran "no
te ajunto",
o
mejor "ya no te ajunto" .
En ese ya, en esa y griega
entraba
la hoja del puñal directa al corazón.
Y
más, que denotaba que antes sí nos habían ajuntado,
o
sea que se trataba de romper, de separar, de sajar los tejidos
de
la amistad entre niños. Las niñas todavía no nos interesaban,
a
esa edad no se hacían pandillas mixtas. Vamos,
que
eran un estorbo. No sabíamos cuánto
anhelaríamos,
perseguiríamos, solicitaríamos su compañía
en
el futuro. Y a ellas no les diríamos "¿me
ajuntas?",
sino
cualquier otra cosa menos inocente
ya.
(Y en ese ya llegaba la adolescencia
o
preadolescencia, como nos decían en las clases
de
orientación sexual.) Pero había algo peor
que
el peor de los insultos, que la peor de las palabras
(e
iríamos aprendiendo que las palabras sí podían matar).
Y
era definitivo y perfecto. Sin perdón. Sin remisión.
Ahí
sí que no había vuelta atrás:
─Has caído.
Eduardo Fraile
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