Las
chicas ya nos empezaban a gustar,
pero
las huíamos con mayor ahínco que antes
cuando
no nos gustaban. Porque ahora tenían el poder
de
dejarnos sin habla, rojos como un tomate, sin respiración.
Fingíamos
desdén, nos hacíamos los duros
─temblando
por dentro como flanes el Chino Mandarín─
y
encima ya los juegos no nos satisfacían.
Empezábamos
a querer estar solos (con un libro quizá,
junto
al río, por si ellas pasaban
por
allí). No encontrábamos sosiego sino dando pedales
en
las bicis hasta la extenuación, y nuestro cuerpo comenzaba
a
decirnos cosas que no entendíamos del todo,
insubordinándose,
desobedeciéndonos,
haciendo
de las suyas, fuera de control.
Soñábamos
con ellas
despiertos.
Por la noche rezábamos a Dios
para
que nos aniquilara.
Eduardo Fraile
No hay comentarios:
Publicar un comentario