El segundo parque que conocimos en Valladolid fue el Parque
del Poniente. La primera mañana fuimos al de la plaza de San Juan, con
columpios y una fuente, y una caseta de melones como las de Madrid, de tablas
verdes. Eran los primeros días de septiembre de 1967. El parque del Poniente
era mucho mayor, con más árboles, más columpios, y escaleras y avenidas que
dividían como distintos ambientes… y estatuas: las de Popeye y Olivia, a
quienes veíamos en los dibujos animados, y las de Pipo y Pipa, que debían ser
más antiguas. A nosotros no nos sonaban de nada. Los toboganes eran mayores,
con curva en el descenso, y había también dos grandes caballos de madera, no he
vuelto a ver ese tipo de columpio: una especie de viga donde cabíamos sentados
ocho o nueve niños, uno detrás de otro, que era lanzada con un movimiento de
vaivén.
La que empujaba aquel en que yo me subí debía de ser la
hermana mayor de alguno de los otros jinetes. Nos agarrábamos a una especie de
manija en forma de T, y con las piernas colgando nos elevábamos y caíamos hacia
atrás entre gritos y risas y un cosquilleo de mariposas revoloteando en el
estómago. No sabía yo entonces que esa imagen de las mariposas en el estómago
se usaba para definir el enamoramiento, como tampoco si aquel hueco que se
abría dentro de mí era cosa del vértigo o de la belleza novísima (como era
nueva la ciudad y la casa), desarmante e impactante, de aquella muchacha.
No podía apartar de ella la mirada, como no he sabido
hacerlo después, en cada una de las ocasiones que me ha sido dado ver lo
sobrenatural. Con esa seriedad reconcentrada, espantada y atenta, infinitamente
atenta, que es mi manera de saludar a los ángeles, de decir hágase. Y
ella no me acarició entonces con sus alas, sino que me fulminó en pleno ascenso
al cielo mínimo y municipal de un parque en el atardecer con su voz
maravillosa, con la espada de fuego de su voz, echándome del Paraíso:
―Qué me miras, ¿acaso tengo monos en la cara?
Eduardo Fraile
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