San Telesforo, 10, 2º
izquierda: ahí nací yo. En esa casa
del barrio de Bilbao con un
jardín con rosales enfrente
y unos árboles altos que quizá
fueran acacias
o tilos. El camión de las
Vespas permanecía estacionado
junto al bordillo durante todo
el domingo. Durante todos los domingos
madrileños y velazqueños de mi
niñez. Yo me asomaba
a la ventana de la cocina para
ver el camión
de las Vespas: parecía una caja
llena de mariposas de colores
de esas que hay en los museos
de ciencias naturales. Quietas,
como dormidas, como clavadas
allí con alfileres,
cada una de un color. En los
soportales de abajo
estaban la peluquería y el
Liceo San Fernando,
y en una placetilla aledaña la
frutería, la carnicería,
la pescadería y el despacho de
pan
del señor Pepe. Por detrás de
la casa
un amplio descampado constituía
el territorio natural
de nuestros juegos: la
montaña de arena
(se decía que aquellas
toneladas de arena de la construcción
eran para levantar otra colonia
allí mismo) y la montaña de hierba,
que era una loma desde donde
los aeromodelistas probaban sus prototipos
lanzándolos al aire. De ahí
viene mi pasión por volar
más que de las aves, a las que
descubriría después,
en los veranos de Castrodeza.
La señora Riánsares
(nosotros decíamos la señora Riansares,
con el acento en la segunda a)
vivía en el 1º, su hija
Hortensia
ayudaba por las mañanas a mi
madre. En el 2º derecha
vivían el señor Jacinto y la
señora Lola, cuyos hijos eran exploradores
y montaban la tienda de campaña
en el salón. Cuando comía con ellos
me sentaban en una silla sobre
las guías del teléfono,
que por entonces sumaban cuatro
densos volúmenes, para que pudiese llegar bien a los platos
de porcelana inglesa. Nuestro
teléfono
era el dos, cero, cuatro, catorce,
ochenta y uno…
El teléfono estaba en el
pasillo,
colgado de la pared. Una
consola con las guías debajo,
con el listín de cuero negro de
los números
y recado de escribir. Para
hablar con mi padre
tenía que subirme en una de las
sillas de la cocina
(igual que para ver el camión
de las Vespas), esas sillas
de formica verde haciendo
aguas, a juego con la mesa
donde desayunábamos. Digo esas
sillas
porque siguen estando en la
cocina de Valladolid,
en la casa de la calle
Industrias, 15, que es desde donde escribo este poema.
Eduardo Fraile
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