Este sábado es mi cumpleaños, y voy a
recordar otro sábado igual de 1989 (la noche de ese sábado, más bien). Porque
esa noche quería volver a ver a la chica del Farolito. La veía en otros bares
también, en el Metropole de Toño y en el Café del Val sobre todo, y la última
vez ya nos habíamos sonreído francamente, de tú a tú, de una esquina a otra de
la barra en U del Farolito, solo que yo estaba acompañado y ella con sus
amigas, pero en esa mirada estaba todo lo que no se podía decir con palabras, y
desde entonces, aun sin habernos presentado todavía, pisaba yo con una extraña
seguridad la tarima de la cubierta del barco… de la cáscara de nuez a la
deriva, mejor dicho, que barco era mucho suponer… de mi vida.
Salí como a las 12 de la noche del hotel
Olid Meliá, donde trabajaba en el restaurante, y bajé por la plaza de los Arces
y Rúa Oscura hasta Macías Picavea. Entré en el Duende de José Manuel Catón (le
recuerdo en la columna "Oscuridad", de hace un año o así) y me tomé
una cerveza con Tomás, que trabajaba en la recepción del hotel y seguramente
tenía turno de noche, o quizá no y me acompañaría un rato más hacia el Nivel o
la Telaraña o el Europa-Delicias… Se nos daban bien las chicas a dúo, ligábamos
lo que no está escrito, pero hoy yo tenía una misión, y casi agradecí que
tuviera que trabajar.
─Si ligas, ya sabes… podéis venir al
hotel…
Bajé la escalera del Paralelo, ya en la
plaza de Cantarranas, tumultuosa y zozobrante también. Las chicas del Paralelo
eran altas y muy elegantes. No sé cómo hacían para no arrugarse la ropa entre
aquella marea de cuerpos que las deseaban. Me bebí una Coronita mientras miraba
a ver si estaba allí la chica que me había robado el corazón dos o tres semanas
antes, la verdad es que se la había tragado la ciudad, la gripe, los viajes,
los exámenes, qué sé yo. Parecía que el habernos sonreído aquella noche, ese
instante maravilloso y fundacional, la hubiera hecho desaparecer… Y volví a
salir a la plaza, sorteando las olas de humanidad ─que viene de humus, tierra─ hasta el Metropole, ya
con el corazón levemente acelerado, y allí (allí había que subir una escalera)
tampoco estaba ella, ni sus amigas, y yo no podía preguntarle a Toño por… ¿cómo
se llamaría? Su delgadez, su mirada infinita, que venía de torres de castillos
o de cuadros de Modigliani, de trovadores con laúd, de Lutecia o de Leticia o
de Florencia o de Helenia o de Claudia o de Lauria…
Todos esos lugares luego desaparecerían,
condenados por haber visto nuestro amor, fulminados por el fuego, por la lava
del Etna del olvido. Y desde allí, al Farolito. Entré sin mirar, como
fingiéndome pensando en otra cosa y con esa decisión de los habituales. Roberto
o Begoña, un gin-tonic de Gordon’s y pasear poco a poco la vista con los primeros
sorbos y no verla, y esperarla y no verla tras cada vaivén de la puerta y
saludar y besar y observar los relojes de barco en las paredes, o en las
muñecas de las actrices y las cantatrices que venían de sus espectáculos. Ay,
ay, ay. Ella tendría veinte o veintipocos (o veintipoquísimos). Y una pintora
que le triplicaría la edad me tomaba una mano y me la besaba con clarividencia:
─Poeta, ¿dónde se esconde tu Musa?
Logré zafarme al óleo y al alcohol y a las
tentaciones estupefacientes que sucedían en la escalera de caracol que bajaba
al almacén y a los lavabos, y recordé vagamente que era mi cumpleaños (o lo
había sido ya) y que mi regalo podía estar en el Café del Val, que era donde se
iba a tomar la última antes de que cerrara y ya hubiera que ir hacia las
discotecas: el Landó, el Subway, el Hippopotamus…
El Café del Val lo tenía Roberto, y ya no
era el café clásico que unos años antes pusiera una elegante mujer, Charo, que
luego desapareció en las islas (¿las Baleares? ¿el Peloponeso?). Roberto y su
socio (cuyo nombre ahora no recuerdo) le habían dado un toque ácido y house, con neones y columnas truncadas
bajando desde el techo hacia la mitad de la nada, y allí se daban cita las
chicas mejor despeinadas de la movida vallisoletana (las gallegas Chelo y
Marisol), y las novias oscuras y pálidas de los disc-jockeys, y las reinas de
la belleza no convencional, y las maravillosas, y los ángeles que ocultaban sus
alas en americanas hechas con telas de sofá, que era el caso de la chica que yo
esperaba ver y tampoco estaba allí, pero no sé, parecía que mi fe fuera
indestructible, otro gin-tonic, limón y derroche de elegancia en conversaciones
al oído y música minimalista.
La gente ya se iba. Veo al socio de
Roberto (¿Domingo? ¿Chomin, tal vez?) salir a correr la verja, dejando un metro
para que fuesen saliendo los retardatarios como yo, en la luz morada de la
barra con marcas redondas donde los vasos besan, y por donde algunas chicas de
risa cascabeleante y cabrilleante y derrochadora de oros y pétalos de rosas
multicolores querían entrar aún, entraban ya de hecho cuando yo iba a pagar, y
venían en mi dirección, decididas, una entre todas con chaqueta de tapicería de
sofá y una sonrisa donde tropezar y no terminar nunca de caer ya para siempre y
era ella.
Eduardo Fraile
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