El verano volvería,
terco y puntual, dorando las
espigas
y haciendo sudar a los botijos.
Tras la muerte de la abuela
nos parecía que ya no habría
más veranos, y de alguna manera
eso fue lo que sucedió. La casa
solariega
de la calle del Río, con sus graneros
y pajares,
con sus cuadras y gallineros,
con su era…
no volvería a ser más nuestro
Reino. Lo escribo con mayúscula
de Paraíso. Años después volví
a buscar las salas
y las despensas, su frescor, la
calidez de la gloria
y la lumbre de paja, el olor a
humo y a estiércol,
a chocolate y a leche recién
ordeñada por mi madre…
y subí a los sobrados, donde
vivían montones de trigo y de cebada
y pirámides de melones. Algo no
cuadraba, las vigas
no eran ya aquellas poderosas
cuadernas de navíos,
anchas como para caminar sin
caernos por ellas… el espacio
era incapaz de contener los
animales, las ovejas,
las vacas y las caballerías,
los marranos, las gallinas…
Y busqué los escondites donde
fui dejando pedazos de mi infancia,
las medias fanegas y los
celemines, el cajón para el pienso, los pajares
llenos de agujas de oro, y no
hallé ni rastro de aquel niño
que fue creciendo a lomos de la
hermosa Lucera
(la más que humana burra del
abuelo Bernardino).
El verano volvió todos los años,
repitiéndose,
plagiándose a sí mismo, cada
vez más caluroso, previsible
y un poco cargante ya, para qué
vamos a engañarnos.
Pero ya no estábamos nosotros
con nuestros sombreros
en él.
Eduardo Fraile
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