sábado, 13 de agosto de 2016

Estío

El verano volvería,
terco y puntual, dorando las espigas
y haciendo sudar a los botijos. Tras la muerte de la abuela
nos parecía que ya no habría más veranos, y de alguna manera
eso fue lo que sucedió. La casa solariega
de la calle del Río, con sus graneros y pajares,
con sus cuadras y gallineros, con su era…
no volvería a ser más nuestro Reino. Lo escribo con mayúscula
de Paraíso. Años después volví a buscar las salas
y las despensas, su frescor, la calidez de la gloria
y la lumbre de paja, el olor a humo y a estiércol,
a chocolate y a leche recién ordeñada por mi madre…
y subí a los sobrados, donde vivían montones de trigo y de cebada
y pirámides de melones. Algo no cuadraba, las vigas
no eran ya aquellas poderosas cuadernas de navíos,
anchas como para caminar sin caernos por ellas… el espacio
era incapaz de contener los animales, las ovejas,
las vacas y las caballerías, los marranos, las gallinas…
Y busqué los escondites donde fui dejando pedazos de mi infancia,
las medias fanegas y los celemines, el cajón para el pienso, los pajares
llenos de agujas de oro, y no hallé ni rastro de aquel niño
que fue creciendo a lomos de la hermosa Lucera
(la más que humana burra del abuelo Bernardino).
El verano volvió todos los años, repitiéndose,
plagiándose a sí mismo, cada vez más caluroso, previsible
y un poco cargante ya, para qué vamos a engañarnos.
Pero ya no estábamos nosotros con nuestros sombreros
en él.


Eduardo Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario