sábado, 8 de agosto de 2015

La estación



El altísimo techo del que pendían lámparas
de intensa pedrería, y los suelos de mármol de Carrara
(como haciendo unas aguas de sangre o tinta china
desleída desde el Renacimiento). Y allí en medio, nosotros
entre el ir y venir de los viajeros y los equipajes
locos de atar que portaban señores con viseras
y guardapolvos amarillos. Hoy
vuelvo a sentir la angustia de la multitud,
del tenebroso bosque de piernas semovientes.
                                                                        Hijos,
quedaos aquí mientras voy a por un taxi…
Y allí estábamos en el centro del vestíbulo
de la Estación del Norte (nuestra madre
había colocado las maletas en círculo,
como los carromatos de los colonos del Oeste
cuando atacaban los indios), dentro de una O que no nos protegía
de su ausencia, una O que en realidad iba creciendo
violentamente dentro de nuestro pecho hasta cortarnos la respiración.
Cada segundo (y esto lo sabría mucho tiempo después)
era una espada atravesándonos. Madre,
no nos dejes aquí (y aquí era justo en la mitad
de la desolación), tan lejos (y lejos era al otro lado
de la vida), solos (y solos reflejaba el temor
de que no regresara)… ¡Pero bobos!
¡Si he vuelto en menos de lo que canta un gallo!
(Y mientras el taxista, con su gorra de plato, deshacía el corral
de nuestros bultos, ella nos abrazaba.) ¡Vamos, vamos,
que no me entere yo que habéis llorado!

Eduardo Fraile

2 comentarios:

  1. Qué alegría de verte por aquí, amigo Eduardo, con tus poemas y tus cosas!!!

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    1. Querido Luis, ya sabes que no estoy muy al tanto de la modernidad, pero me encanta que nos encontremos de vez en cuando en este nuevo espacio. ¡Gracias!

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