sábado, 20 de diciembre de 2014

La Casa del bacalao



Mi madre hacía cola todas las Navidades
para comprar el bacalao en esta tienda. O me mandaba a mí,
porque entonces los niños íbamos a hacer recados,
se decía así, hacer los recados. Me recuerdo en Madrid, con 4 años
yendo con una cesta de mimbre al mercado del barrio de Bilbao,
que era donde vivíamos, en San Telesforo, San Baldomero,
Jacinto Arcontes, esas calles extremas que ahora recorro con estupefacción
y decidida incredulidad. Pero en Valladolid ya teníamos 8 o 9 años
y una larga experiencia en tiendas de ultramarinos.
La Casa del Bacalao olía a sal
ya desde la cola en la calle Panaderos,
esos primeros días de las vacaciones
de Navidad. El bacalao, la lotería,
poner el Nacimiento, escribir la carta de los Reyes
Magos, los villancicos, los christmas, esas cosas terribles
y entrañables que nos duelen como si nos echásemos sal
(esa sal de los canteros cortados
con maestría por Heras), esa sal ultramarina
e implacable que había conservado el bacalao
de Terranova en las bodegas de los barcos, en barriles
de madera oscurísima, como si nos echásemos
esa sal a paladas en la herida
abierta del recuerdo.
                                   Cada Navidad
vengo a esta tienda a cumplir una misión
(que se ha convertido ya en una de mis maravillosas magdalenas
de Proust): y me pongo a la cola
de la mano grande y hermosa y luminosa de mi madre
―que ya no está― para comprar el bacalao.

Eduardo Fraile

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