sábado, 29 de noviembre de 2014

El abuelo Bernardino



Ahora que veo esa silla ahí
vacía, veo sentado en ella al abuelo Bernardino
durante largas horas, tramos interminables
de la escalera por la que iba alejándose
hacia el olvido final. Musitaba oraciones,
palabras que ninguno de nosotros conseguía entender…
No parecían sino dichas en el idioma de la desposesión
y del dolor. Todo empezó cuando murió la abuela
Evarista, y los días en que después él la buscaba por las salas
y los pasillos, por los corrales, por las cuadras
y los gallineros, por los desvanes llenos de trigo y de melones
pero vacíos de su presencia, en las alcobas, debajo de las camas,
por las despensas, dentro de la nasa del pan. Él la llamaba
pero ya la llamaba en otro tiempo, cuando los dos eran muy jóvenes
y la ternura revestía de candor la angustia de no hallarla
ya nunca. Eran palabras de amor que él recordaba
(que algo en él todavía conseguía evocar), palabras de enamorado,
y esto era aún más doloroso para quienes le veíamos
ir perdiéndose él mismo en el laberinto por el que la buscaba
sin esperanza. Y pasaba las cuentas de un rosario
como acariciando su piel. Veo esa silla
donde pasó muchas horas ya quieto, aplacada la furia
de no encontrarla en este mundo, aunque otras veces
creo que vislumbraba en mi madre un rastro de la abuela,
y levemente sonreía. Murió.
Quizá morir fuera la única manera
de recobrarla: la muchacha que amó, la mujer fuerte
que atravesó con él la redondez de la Tierra. ¡Evarista, Evarista!
Cosas que me ponía colorado escuchar, que no había oído nunca
decir a nadie. Que me rompían el corazón.
Cosas que yo tendría que decir algún día
a alguien, quizá, pensaba,
cuando me hiciera mayor, entre las lágrimas…

Eduardo Fraile

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