Había
un tiempo áulico, musical, serenísimo,
fresco
y como por encima de las contingencias
de
la meteorología, de las estaciones, del sol,
esas
cosas tan importantes y determinantes en el mundo rural.
Y
otro tiempo más cercano, de a pie (o a caballo)
e
incluso marcado por el ir y venir del coche de línea
o
de los fruteros y vendedores ambulantes. El primero
lo
marcaba el carrillón del reloj de pesas de la abuela Evarista,
su
melodía límpida que envolvía las paredes de la sala
que
no se usaba nunca, sólo en las solemnidades
(velatorios,
peticiones de mano, testamentarías) y donde se guardaban también
el
chocolate, los huevos y el aguardiente de guindas…
Y
la vajilla de porcelana inglesa, y la cubertería de plata
y
el juego de café de Limoges o de Sèvres y la cristalería
cuyo
entrechocar resonaba a campanas, o como una nota más
del
transcurrir de las horas…
Incluso
en pleno verano había que ponerse una toquilla
o
echarse un chal para acceder a su ámbito
puro
y pautado. Sólo la abuela, que llevaba la llave
en
el bolsillo de su delantal, entraba allí. Los domingos
cuando
daban primeras (las campanas de la iglesia
sonaban
también a copas de cristal de Bohemia)
la
abuela salía de la Sala con su cartera de piel
bien
repleta de duros plateados y pesetas de oro.
Y
nos poníamos en fila a la puerta de la calle,
bajo
la moneda del sol del mediodía, y ella se sentaba en uno de los cantones
para
impartir la propina.
Eduardo Fraile
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