Para
después de la siesta se dejaba la última faena
de
la trilla, que era aparvar, esto es,
amontonar en una parva
la
paja y el grano ya trillados, ya convertidos en oro de retablo
de
altar mayor. Luego esa parva se pasaría por la limpiadora
(o
aventadora), que separaba los granos de trigo o de cebada
de
su embalaje finísimo por medio de un sistema de cribas semovientes
y
un ventilador que expelía la paja leve, venial.
—¿Qué pesa más,
un kilo de trigo o un kilo de paja?, nos preguntaban
y
caíamos, o ya nos daba igual, y el abuelo Bernardino
o
los tíos Salustiano y Emeterio nos corregían riéndose,
una
y otra vez. Y una tarde tras otra
empujábamos
el aparvador, que era una especie de tabla
como
de 50 centímetros de alto y 4 o 5 metros
de
largo, arrastrada por las caballerías.
Luego
los tractores hicieron esta operación
menos
emocionante. Los niños pesábamos
sobre los trillos,
íbamos
y veníamos del caño con botijos de agua fresca
para
los hombres, y luego empujábamos el aparvador,
haciendo
montones. Con posterioridad, de forma manual, con los garios
—o garias— se
perfeccionaban esas parvas, lanzando muy arriba
la
paja para que el tenue viento acabara de poner las cosas en su sitio.
Eduardo Fraile
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