Nuestras
madres iban a lavar al rio
con
la banquilla y el lavadero y los barreños de zinc.
Lavar
la ropa blanca, las sábanas, las camisas de algodón
del
abuelo, y enjabonaban y frotaban y volvían a frotar
y
aclaraban al paso caudal de la corriente.
Luego,
entre dos, retorcían para devolverle al Hontanija
la
mayor parte de su contribución
a
la blancura. Ese blanco de harina
de
trigo candeal, que se lograba sólo con jabón hecho a mano,
agua
del río de mi infancia, y lo más importante de todo:
el
secado al sol. En las eras,
sobre
los cardos de la ribera, sobre céspedes
que
no mancharan de verdín, y antes, entre dos
igualmente,
sacudir y estirar, y posar los lienzos dulcemente,
y
si corría algo de aire sujetarlos con morrillos suavísimos
por
las esquinas. Ya existían las primeras lavadoras
(y
mi madre la usaba en la ciudad), pero en el pueblo
no
había agua corriente aún, y luego, cuando la hubo,
en
los veranos todavía se bajaba a lavar
al
río, sobre todo las sábanas.
Gracias,
mamá, qué bien olían
nuestros
sueños…
Eduardo Fraile
Muchas gracias a ti Eduardo por deleitarnos con un nuevo delicatessen.
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