Al contrario del consenso
general, a mí me gusta más la primera parte del Quijote. Libre, llena de azar,
populosa de deliciosos descuidos. El lector va creando el personaje a la vez
que Cervantes, que le pone en el mundo sin saber muy bien qué hacer con él (sin
saber muy bien qué hará ―qué dará de sí― su criatura). Esta continua sorpresa,
como un agua fresquísima, es lo que sacia, lo que sosiega al autor, a quien
entrevemos continuamente en su dolorosa cotidianeidad, y lo que a la vez excita
la apetencia de quien acepte acompañar a nuestro hidalgo por esos caminos de lo
inesperado. De la pura aventura.
Hoy hablaríamos de una road-movie en términos
cinematográficos. El caballero se entrega a los caprichos del azar, hollando el
polvo vil de la costumbre, abierto a la novedad. Cervantes se divierte.
Quizá esos momentos en que vuela con la pluma en la mano son los únicos en los
que vive de verdad (en que puede olvidarse de las miserias de la vida). Y no se
relee. No vuelve atrás, a enmendar repeticiones, a corregir clamorosas
negligencias. Qué grande ese no mirarse, ese aparente desaliño, ese franco
desprecio de sí mismo.
Y la cosa es que ese azar
de que hablaba va creando líneas sobre el plano que luego revelarán
(porque el destino ama los números y la exactitud) una perfecta figura geométrica.
Todo va a confluir en un centro de energía que atraerá de manera insólita a la
luz, a la belleza. La venta que Don Quijote imagina castillo. Veamos llegar a
Luscinda, a Dorotea, y luego a Zoraida/María, a la jovencísima doña Clara…
Veamos cómo las chicas más guapas del mundo (del mundo del siglo XVII) vienen a
caer allí como ángeles. En una noche mágica de un verano sin fin.
Pues eso, en
consecuencia, debía ser el cielo.
Eduardo Fraile
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