He hablado mucho de mis tres
infancias, de la suerte que tuve de ser tres niños distintos, siendo el mismo,
en Madrid, en Valladolid y en Castrodeza, los veranos sin fin de la memoria.
Esto constituye una suerte para quien va a dedicarse de mayor a explotar en sus
libros esos filones de oro puro o de ámbar color miel donde esperan un beso de
resurrección las palabras dormidas.
Pero quizá fui un niño también en Bujedo con mis once,
doce, trece años, ya rayando con el límite de la preadolescencia, porque
nuestros profesores lo llamaban pomposamente así, la preadolescencia, como
si fuera aquello una enfermedad aristocrática que forzosamente había que pasar,
como la tisis, con sus brotes de acné y su rebeldía, y con el estirón, por
supuesto.
Bujedo, en el norte de Burgos, una isla de frondor, de
verdor, de ábsides románicos y arroyos que daban berros (el valeroso río
Matapán), de huertos cuyas cosechas de odas elementales nos alimentaban. Bujedo
era la casa madre, el vivero de los hermanos de La Salle, nuestros educadores,
nuestros maestros en el más hondo y radical y angelical sentido de la palabra,
a quienes queríamos, en el improbable fututo, parecernos.
Y qué suerte tuve también de haber estado allí, de poder
recobrar hoy toda aquella riqueza, como un privilegiado. O como un elegido.
Porque eso exactamente me sentí, y eso me siento esta mañana del regreso, lo
que me lleva a manifestar aquí mi gratitud infinita. Resulta que tuve cuatro
infancias, y quizá la mejor permanecía de algún modo preservada, conservada en
un bloque de miel color ámbar hasta que quisiera (hasta que necesitara) algún
día reestrenarla.
Y ese día ya es hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario