Le conozco desde hace 20 años,
21 quizá, sus alas siempre abiertas, su casa siempre abierta, sus libros que
siempre abro por la página que da directa al corazón («que de bóveda sirve
al corazón»). Es fácil ver en él el valor, la calidez, casi siempre ese
temblor de las cosas profundas, lo conmovedor de su dicción, la delicadeza de
sus versos como caricias que se clavan.
No se es un
poeta (un poeta como él es) sin que cueste la vida, sin exponer la vida en cada
palabra con riesgo seguro de perderla. El lector nota eso, está ahí con entidad
palpable, sin tragedia ni sobreactuación, pero asombrándonos. Hay peligro. Hay
verdad. Hay sencillez que canta, que va cantando camino del martirio.
Le veo cruzar un puente en su ciudad, un puente flanqueado
por las estatuas de los héroes. El río va pasando a su vez lentamente, paseante
con las manos metidas en los bolsillos, mirada de unos ojos de piedra casi
humanos, buey infinito bajo ese yugo esbelto de los siglos. Y por el cielo «vagos
ánjeles malva» de Juan Ramón Jiménez (él que es más de Machado, de Celaya,
de Hernández) revolotean como sus propias palabras… he dicho Juan Ramón, pero
podría haber escrito Einstein o Newton, siendo él físico, que poeta es algo que
el yo no puede predicar de sí mismo…
Le conozco (que es como decir que le quiero, que le
admiro) de más lejos todavía. De cuando el mundo nacía y unos hombres oscuros
escrutaban el cielo preguntando por qué. Y las nubes han seguido pasando, y las
aguas de ese río de Heráclito que es un río distinto cada vez. Y él. Y yo. Como
tiene que ser. Para que la belleza, de algún modo, permanezca.
Eduardo Fraile
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