Las excursiones eran tres,
básicamente: la de Burgos (la Catedral, el Arlanzón, Fuentes Blancas), la de
Salamanca, con sus piedras directamente cortadas del atardecer, y la de
Segovia, que era también la de La Granja de San Ildefonso y sus fuentes
maravillosas, que se encendían sólo el día de San Fernando, o sea hoy, o sea
ayer, 30 de mayo. También estaban la del Valle de los Caídos y El Escorial,
ciertamente patriótica, y la de Laredo (Santander) a ver el mar. La mer, la
mer, toujours recommencée, citábamos a Valéry, así, con 11 años, no en vano
éramos de La Salle, un colegio francés.
Qué buenos son los hermanos de La Salle, qué buenos
son que nos llevan de excursión, cantábamos en el autobús ya desde que
salíamos de Valladolid a las 8 de la mañana. Esa noche nos tardábamos en
dormir, de la emoción, aunque fuera la cuarta o la quinta vez que íbamos. A mí,
la que más me gustaba con diferencia era la de La Granja. Creo que nunca llegué
a ver el palacio de Felipe V por dentro, pero las fuentes, esa manera insensata
de hacer brotar el agua de las esculturas de bronce, verdes por el cardenillo…
y cómo la luz devolvía a la vida aquellas figuras de mujer, náyades, ninfas,
aquellos ángeles de alas chorreantes, toda la mitología griega y latina que habríamos
de estudiar años después…
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes, citábamos a
Guillén (Jorge Guillén), y era eso exactamente, nuestra infancia en La Granja,
de surtidor en surtidor, de cisne en cisne, dibujando unas oes de asombro en
cada boca. Se diría que nosotros también íbamos a producir un hermoso e irisado
cordón líquido de saliva del Eresma o el Lozoya. Y regresábamos como lavados,
como purificados por un bautismo de belleza, mareados de luz, de los borratajos
que hacía el agua al escribir nuestro futuro…
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