Se están
diciendo adiós, pero parecería justo lo contrario. Se besan desaforadamente,
con los ojos abiertos, asomándose al abismo que van a abrir entre ellos y al
que se precipitarán. Ella me recuerda a quien fuiste conmigo, el pelo a la garçon, unos pendientes de plata
resbalando sobre el lóbulo. Él me recuerda
a mí. Se besan como ciegos los rostros, la mirada. Como si no se
conocieran de memoria cada centímetro de sed, cada oasis, cada hoja de cada
palmera y cada nervadura de cada una de esas hojas. Se desean a muerte una vez
más, más allá del deseo. No hablan. Se lo dicen todo a tal velocidad que quedan
excluidas las palabras. Dios, qué hermosos son en el dolor de la pérdida, qué
belleza más insoportable les arrebata de sí. No es justo. No se merecen el sufrimiento,
la agonía del improbable futuro —un futuro
donde no estarán juntos―, la
aniquilación. Saben que van a buscarse el uno al otro en otros (lo saben sin
saberlo del todo, sin quererlo saber bien, sabiéndolo exactamente), pero que no
volverán a encontrarse jamás.
Eduardo Fraile
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