Los años de La Luna fueron los años de mi juventud, de los verdes laureles de
las palabras escritas en servilletas de papel, en los márgenes de hojas de
periódico, en precintos de cajetillas de tabaco… Quizás en todas partes menos
en rectos folios El Galgo Parchemin,
que sólo usaríamos al poner en limpio aquella cosecha de versos ocasionales y
de amores imposibles. No nos daba vergüenza tomar aquellas notas entre sorbo y
sorbo de un café con leche que nos duraba horas, eras, edades de ser pobres de
dinero y ricos de aventura. No sólo no nos daba vergüenza, sino que posábamos,
incluso, se podría decir. Éramos eso, queríamos ser eso, perseguíamos esa
imagen de nosotros con ahínco y pasión. Las horas de La Luna nos justificaban,
me justificaban, la magra mies de versos espigados del corazón, directamente,
eran alegría y alimento y tesoro todo junto.
Tony me miraba desde la barra, y me
sonreía. A veces estaba sólo él, a veces Nines, a veces Josechu. Tony había
venido de la verde y húmeda Asturias, tenía un bigote rubio de marinero, era
elegante y culto, y no sé, le debí de caer bien. Rondaría los 30, esa edad
desde la que las aguas, las olas, se movían más tranquilas, o que él sabía
dominar mejor que alguien como yo, que comenzaba a querer comprarse un barco
algún día, por decirlo de alguna manera. Era aparejador, que no sé muy bien,
incluso hoy, qué cosa significa, y transformó de golpe una taberna de barrio (Vinos el Segoviano, en la plaza Cruz
Verde) en el café La Luna: un cubo de luz, de gracia y de qué sé yo cuántas
cosas más, todas buenas, todas maravillosas, como las chicas que iban por allí.
Yo Había pasado unos años en Castrodeza, en una especie de noviciado de
escritor, recluido con una máquina Royal que compré a través de los anuncios
por palabras de El Norte de Castilla,
y una noche, en la ciudad, volviendo a casa de mis padres, me fascinó ese trozo
de paraíso, ya digo, que atisbé tras las ventanas que daban a José María
Lacort.
Ya estaba bien de combate con uno
mismo, en soledad. Yo quería de golpe estar allí, junto a alguna de aquellas
muchachas de belleza infinita. Así que al día siguiente entré en La Luna como
quien vuelve al jardín del que fuera expulsado por unos ángeles de mirada
flamígera, de espadas como labios, no sé, de alas como versos de luz. No había
nadie aún. Y me pedí el primer café con leche de aquella mañana de noviembre o
diciembre, con niebla y con bufanda. Y saqué un cuaderno de mi bolsa de tela, y
me puse a escribir.
Y pasó un ángel largo y elemental de un
par de horas que se me fueron volando. Me sacó de mi ensimismamiento la voz de
Tony, que había salido de la barra y me ponía delante otro café:
—A
este te invito yo, poeta.
Fue la primera vez que alguien me llamó
así, poeta, que era lo que yo quería
ser. Hoy sé, hoy lo veo así, que esa primera frase del propietario de La Luna
(¡del dueño de la luna, nada menos!) me armaba caballero, era el espaldarazo
con la suavísima espada de una sonrisa rubia, prolongada por su bigote de lobo
de mar. Luego, mucho tiempo después, vendrían quizá los libros, los premios,
las entrevistas, lo que tuviese que venir. Quizá los sueños se irían
convirtiendo en realidad. Pero mi primera consagración fue ésa, como si con
aquellas palabras Tony me abriera literalmente la puerta de la luna, la entrada
a un ámbito distinto, que estaba en la realidad pero que se elevaba a otro
nivel, a partir de ahí. Como si regresase al Paraíso.
Eduardo Fraile
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