Parecía
una estampa de Las mil y una noches
(una
de aquellas láminas en las que aparecía una ciudad
entre
las dunas anaranjadas). El páramo de Villanubla,
todo
cubierto de ondulantes espigas, era atravesado por el Coche de línea
de
Ciguñuela, Wamba, Castrodeza, Torrelobatón, San Pelayo…
Sólo
cielo y trigal (aunque nuestro amarillo era más rubio de cebada),
y
como única elevación o distorsión de esa esencialidad,
de
esa especie de ascética o de mística del horizonte,
un
minarete árabe (o que así nos lo parecía a nosotros
con
naturalidad: de hecho, en Wamba tenían una iglesia
con
arcos de herradura). Pero esa torrecilla,
casi
flotando sobre el mar cereal, temblaba con visos de espejismo,
y
nosotros la veíamos a través de las ventanillas
del
autobús como una primera aparición del verano,
una
primera entrega del surtido de deslumbramientos
que
nos esperaba en la casa de la abuela Evarista,
en
Castrodeza. Y quizá imaginábamos una expedición
a
la conquista de aquella rara espiga, una tarde
cuando
aprendiéramos a andar en bicicleta. Brillaba
como
si tuviese un capuchón de oro, tipo Taj-Mahal.
¿Estaría
habitada? ¿O acaso se trataba de un palomar distinto
de
los rechonchos columbarios de la Tierra de Campos?
Hermosa
y solitaria entelequia, quizá producto de nuestra imaginación.
Y
el secreto sería desvelado a su tiempo (a nuestro tiempo:
¿y tú qué tiempo
tienes?, nos decían para preguntarnos la edad):
cuando
aprendimos a comprender (a integrar cada parte
en
el todo) que aquella desviación para entrar en Ciguñuela
―el ramal de Ciguñuela―iba cayendo como al interior de una hondonada
donde se sentaba ese pueblo, cuya iglesia de
piedra
era la propietaria de una torre muy alta que se
empinaba, que se ponía de puntillas,
como para ver lo que pasaba en la llanura.
Como para vernos pasar.
Eduardo Fraile
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