«En qué otro
mundo de cerezas raras/ oí tu voz, en qué planeta lento/ de bronces y de nieve
vi tus ojos... » Estos versos, que pudiera haber firmado yo, los citaba
Luis Mª Ansón en su discurso de ingreso en la Academia. La referencia, tomada
de un diario, los atribuía al poeta Hoang-Ti (a Cui-Ping-Sing, que sería
su amada, deduje, entre paréntesis).
Al llegar a casa revolví por las
estanterías, fatigué bibliotecas, hubiera escrito Borges, tosiendo por el
polvillo de la eternidad, y asedié luego traducciones italianas y francesas, a
ver si las diferentes grafías pudieran hacer de Hoang-Ti: Xuan Yi, o Zi, o
Li... Debía ser 1997, o sea que han pasado 15 años, una generación. Hoy
cualquiera de vds., o sus hijas adolescentes, tecleando estos versos en Google
tardarán apenas 15 segundos en resolver un misterio que a mí me llevó a
extraviarme gozosa e interminablemente en el laberinto de la poesía china,
donde lo que para nosotros hoy es modernidad era ya para ellos tradición hace
3.500 años.
Pero no se trataba de un poeta chino
(o sí, quién sabe), sino de uno español: Agustín de Foxá, apenas recordado con
justicia por la novela «Madrid, de corte a checa», y desconocido
injustamente por una obra de teatro en verso: Cui-Ping-Sing, maravillosa
composición velada por los prejuicios, el sectarismo y la estupidez. O sea que
Hoang-Ti era un ente de ficción, un personaje de ese drama, su protagonista...
Y si sé algo más de poesía china, sé
también algo menos del Amor (donde desaprendemos a medida que ganamos en
conocimiento). No pueden vds. perderse algo así: «Agustín de Foxá.
Nostalgia, intimidad y aristocracia». Ahí está Cui-Ping-Sing. Y Hoang-Ti y
su amor imposible. Cuánta belleza, Dios, cuánta belleza...
Eduardo
Fraile
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