sábado, 25 de febrero de 2017

José García Nieto

            Encuentro en una de esas increíbles tiendas de segunda mano una primera edición del libro Hablando solo, de José García Nieto, Premio de Poesía Castellana "Ciudad de Barcelona" 1967, editado en Madrid el año siguiente, en la colección de la Revista de Cultura Hispánica, que dirigía el propio García Nieto. Todos estos datos que vengo anotando aquí ya nos dan un poco en qué pensar, y dejo al lector que desde la cota 2017 eche un largo vistazo 50 años atrás y juegue con la memoria, y si no la tuviere huronee en Internez. El libro en sí es una delicia, que disfruto por 1 euro, con la propina de una dedicatoria del autor para una mujer desconocida: Ángeles, lo que le va de perlas en el cuello a esta columna, el 21 de junio, entrando el verano del 68, mítico donde los haya habido desde cualquier punto de vista.
            Por ahí por los primeros 80 alcancé a conocerle en el Gijón, el año del regreso del Guernica, más o menos. Le busqué en la guía de teléfonos y salía un García Nieto J., periodista, y supuse que sería él. Le llamé desde la casa de mi tío Gregorio, que es donde me quedaba en mis escapadas a Madrid, y se puso él enseguida, y me citó esa misma mañana a la 1, para el vermut, lo dijo así, sin posibilidad de réplica, que casi ni me daba tiempo a llegar desde Infanta Mercedes.
            Me sorprendieron su accesibilidad, ya digo, y luego su naturalidad y su bondad, su interés por mis cosas, como si de verdad le interesasen… Luego en la vida he comprendido que cuanta menos grandeza hay en una persona, más importancia tiene que darse para parecer alguien. Ridículos petimetres nos ponen por delante a sus admirables secretarias (tienen que sufrirles en silencio, como a las hemorroides), y ya no les llamamos más. Es más fácil llegar a un premio Nobel que a un imbécil, las razones si bien se mira son obvias, gracias a Dios.
            No conocía yo entonces la truculenta, atrabiliaria, y al cabo dramática historia de su libro Dama de Soledad, de Juana García Noreña ─JGN─. La supe por Eduardo Haro Teclen, e inmediatamente até cabos, intenté conseguir un ejemplar de aquel premio Adonais, que alcanza cifras exorbitantes en los portales de venta digital, y al cabo adquirieron luz (esa luz maravillosa que entraba por las cristaleras del paseo de Recoletos) estancias y matices y metáforas (facetas, dirían los gemólogos) de su personalidad.
               Pero por quien más cosas he sabido siempre de este hombre que lo fue casi todo en la poesía española y hoy casi nadie recuerda, fue por Francisco Umbral (sobre todo en los retratos que hace de él en sus libros). De hecho, Umbral trabajó esos años 60 en la Revista de Cultura Hispánica: García Nieto le contrató cuando Umbral se buscaba la vida donde fuere y a como diere lugar, con unas cartas de presentación de Delibes y una Olivetti Pluma 22, volando por el cielo de Madrid en la Vespa roja de los fotógrafos de prensa, al encuentro de un reportaje en casa de Lola Flores o una entrevista con Marisol.
              Pero García Nieto era el garcilasismo, el oficialismo, y su cielo era ese estar bien instalado en el establishment literario, en el Premio Adonais y los divanes de terciopelo rojo del Gijón, y en esa afabilidad y ecuanimidad que le servían de armadura o que ocultaban su amargura interior: saber que todo eso pasaría, estaba ya pasando, y el futuro correría un tupido velo sobre él.
            Le acabaron dando el Premio Cervantes, tarde y mal, cuando estaba en una silla de ruedas y no podía enterarse de quién era ese rey que le imponía una medalla (algo así como Adolfo Suárez, al final), y qué significado tenía, de qué había servido dedicar su vida a una quimera, y haber ayudado a todos, y haber sido traicionado y abandonado por todos (incluido yo mismo, decía Umbral en la columna de aquel día), incluido yo también, aunque yo era ese joven plural (quizá todos los días tomaba el vermut con un joven poeta de provincias) al que el destino tenía reservada quizá una trayectoria distinta ─la diametralmente opuesta─, que ni yo mismo sospechaba esa mañana velazqueña que se paraba a mirarnos como con estupor, aunque posiblemente ─y de ahí su amabilidad, su delicadeza, su compasión, casi diría─ él sí.


Eduardo Fraile

sábado, 18 de febrero de 2017

20 años después

            Muchos años después volví a ver a aquella muchacha de la dedicatoria, muy alta, al principio no la reconocí de espaldas, pero era su voz, iba hablando por teléfono, y ralenticé mi paso para no adelantarla, ahora que el corazón me batía en el pecho como aquella mañana de febrero de mi primer libro. Era domingo y atravesábamos la plaza de la Universidad hacia Cardenal Cos y la torre de la Catedral. Seguía estando muy delgada, pero algo, no sé qué, trazó una raya de tiza ante una posible maniobra de abordaje, o de saludo, o de reencuentro… Me mantuve a tres o cuatro metros detrás de ella, intentando contener las ganas de llorar, las ganas de mirarle la cara que el tiempo hubiera tenido a bien (o a mal) dejar tras ese pelo alborotado que se le enredaba en el teléfono, uno de esos primeros móviles tan grandes, con antena. Así que debía ser 2001 o 2002, veinte años después de la mañana en que yo iba a su encuentro con mi primer libro en un cesto de rosas. Me ardía la cara por el viento y el rubor, ya digo, dejando que las lágrimas fueran barridas hacia las orejas, o es que empezaba a llover, y ella corrió ya como hacia Las Angustias, a la parada de taxis, frente a la cafetería Magnolia, que se seguía llamando igual, aunque ya no era un sitio elegante ni quedara memoria de un poeta novel una mañana de febrero de los primeros 80, el que iba a ser el año del Mundial, de la Movida, de la Mili, de tantas cosas que hoy ya no significan nada pero que nos tuvieron, nos contuvieron como otro cuerpo exterior a los cuerpos que se debatían entre palabras y besos y vasos de licores dorados y cafés enamorados, y pasos en las calles de ciudades que abandonaríamos, de amores que nos abandonarían dejando un rumor de alas de ángeles que echasen, de repente, a volar…


Eduardo Fraile

sábado, 11 de febrero de 2017

14 de febrero de 1982

            Por fin tenía los primeros ejemplares de mi libro, que olían a tinta y a tipografía, a papel roturado en aquellas hermosas máquinas Heidelberg que imprimían mis poemas a golpes como latidos de corazón, sístoles y diástoles, o como embates de las olas del deseo, de los cuerpos amándose, qué sé yo, el caso es que ahí estaban esas delgadas hebras de mí pero fuera de mí, y aquel objeto me parecía hermoso y delicado y a la vez poderoso y maravilloso, algo con lo que conquistar y enamorar, y seducir y rendir… ¿pero qué, o a quién?: ¿plazas y ciudades y reinos de ultramar, o quizá evanescentes, púberes y delicadas señoritas?
            La víspera había comprado un serillo de cáñamo en la calle José María Lacort, al lado de La Luna, que era mi café de cabecera, y en él metí dos ejemplares palpitantes aún, calientes como panes recién hechos, pero me encaminé hacia el centro, creo que hacia el mercado del Val, a comprar unas rosas con las que tapé o arropé aquellas criaturas indefensas, y me fui luego al Café Magnolia, que era un café recién abierto frente al Teatro Calderón, y me senté en una mesa junto a las cristaleras. Veía pasar a la gente que subía o bajaba por la calle de las Angustias, o que torcía por Echegaray, y me fui calmando poco a poco. Los camareros me miraban fingiendo no mirar. Saqué uno de los libros y me puse a escribir una dedicatoria. La primera de mi vida, quizá, pensaba, pienso ahora al intentar serenar el pulso, dando sorbos al café que sabía distinto al de La Luna, o era yo el que era otro ya hoy, elegantemente vestido, con un cesto de rosas, dejando una propina exagerada en el platillo dorado que contenía el ticket, un poema económico y exacto, concretísimo y real, y por lo que se veía más lucrativo y de provecho que los tuyos, que ibas a empezar a malbaratar esa misma mañana de sol alto y cigüeñas extrañadas, de campanas sonando en las torres de la Catedral y de la Antigua, mientras caminabas decidido hacia tu perdición, enamorado y magnífico, pisando la dudosa luz de tus ínfimas posibilidades, con un puñado de pétalos (capitulando pétalos, decías en uno de los poemas), con un puñal de palabras hundiéndosete en el pecho, santo que porta la palma del martirio, flamígero y flamante, ángel en vestidura civil, joven peatón que echa a volar con las alas de papel de su primer libro, poeta

Eduardo Fraile

sábado, 4 de febrero de 2017

Las cartas


           Hemos escrito muchas cartas (mi generación, me refiero). Y creo que con toda probabilidad, si nos respetan las lesiones, como dicen los deportistas, veremos quitar los buzones de los portales de las casas, por inútiles. Incluso las facturas ─esas cartas de amor del capitalismo─ están a punto de desaparecer. Las facturas en papel, quiero decir. Encima de sangrarnos, las compañías eléctricas nos conminan con sarcasmo a proteger el medio ambiente descargándonos la factura digital. No sé, mi idea de descargarme algo es con una carretilla, o a hombros, como los sacos de trigo cuando se trillaba en las eras.
             Ya va siendo raro que alguien nos escriba una carta personal, o una postal, o un christmas navideño. Las chicas de quienes esperaríamos una carta de amor no sabrían cómo hacer. Ni siquiera creo que sepan qué son los sellos de correos. Quien no haya escrito una carta de amor no merece, a su vez, recibirla. Decía Pessoa que todas las cartas de amor son ridículas, pero que más ridículo aún es quien no ha escrito nunca una carta de amor. Él, sin ir más lejos, cuando escribía cartas de amor a Ophélia de Queiroz, para ir a echarlas al buzón tenía que pasar por delante de la casa de su destinataria. Pero explicar este gesto magnífico sería la prueba del 9 de lo que vengo diciendo.
          Mon ami, ma main tremble avec force quand je t’écris, escribe Odette a Swann, sacudida por las primeras ondas del cataclismo amoroso que se desencadenará. Y esas fuerzas devastadoras que arrasarán nuestro corazón y quizá el universo tenían ese primer sismógrafo en el temblor de nuestra letra manuscrita sobre el papel. En París, hacia 1900, cuando Proust comienza a erigir su catedral de palabras, había 5 repartos de correo diarios, dos servicios de telegramas, los bleus, que eran como quizá los hayamos conocido nosotros, en papel azul y con las palabras pegadas en rectangulitos blancos, y los pneumatiques, que circulaban por un sistema de tuberías de aire comprimido. Más el trasiego de cartas, tarjetas de invitación y de visita entre particulares…
         Ya bien entrado el siglo XXI no voy a enumerar aquí los sistemas de comunicación supuestamente directos de que hoy disponemos. Y qué decir de su seguridad y de su privacidad. Hasta el mismísimo y flamante presidente Trump acaba de declarar con clarividencia desde la rubia azotea de su pensamiento: «Toda comunicación digital puede ser hackeada. Si ustedes quieren enviar algo a alguien con seguridad, métanlo en un sobre, péguenle un sello y échenlo en un buzón, a la antigua usanza.»


Eduardo Fraile