sábado, 28 de enero de 2017

El impacto

           Los aeromodelistas quedaban en la pradera de detrás de nuestra casa. Hoy todo eso está ya construido, pero entonces era nuestro territorio para jugar, para explorar, para perdernos entre el cielo y la tierra, entre la montaña de hierba y la montaña de arena. La montaña de arena estaba allí de manera provisional, camiones y camiones que habían volcado su carga rubia y menudísima de tiempo. Ya estaban proyectadas las nuevas urbanizaciones que extenderían Madrid por el este, y esa arena esperaba ser usada mientras nosotros la escalábamos por el costado más abrupto y nos lanzábamos desde arriba sentados en cartones o en tablas, o dentro de cajas de fruta de la frutería donde perdí/me fue robada la moneda de 25 pesetas (ver Las tres huchas)… Y la montaña de hierba era una loma natural, con algunos arbustos, allá por donde se iba levantando el sol verde de la primavera, hacia cuya estribación se encaminaban los aeromodelistas con sus aviones de madera y papel encolado, y desde ese promontorio los lanzaban con la mano, tras una carrerilla hasta el borde mismo de la plataforma pelada de la cima. Los planeadores a veces se estrellaban a pocos metros, pero otras alcanzaban a llegar casi hasta nuestra montaña de papel de lija, de raspador de caja de cerillas, de costra seca que nos haría heridas rojas por fricción.
            Y esa mañana de sábado o domingo, con el sol alto y con dientes mordiendo en el azur, uno de aquellos aviones venía justo a por mí, sin caerse, descendiendo y eligiéndome desde antes de que yo hubiera notado su presencia… Y cuando supe que había algo inevitable y magnífico en aquello, corrí, corrí hacia casa, no sé si con la inteligencia de cambiar de trayectoria… pero esto lo escribo ahora, muchos años después, ya en otro siglo, mientras caigo de bruces contra el suelo por el impacto sobre las paletillas (o las escápulas), niño alcanzado por el vuelo sin motor, ángel caído con unas alas de madera en la espalda…


Eduardo Fraile

sábado, 21 de enero de 2017

Antisalmo de los falsos poetas

Francisco Pino, in memoriam
1 Todos los días me encuentro con algún falso poeta.
   A veces, dos o tres. Hay días que se ponen cuesta arriba.

2 Los falsos poetas llevan un perro enorme sin bozal.
   No limpian sus excrementos. Les dejan mear en los troncos de los árboles.

3 Ese perro es su ego.
   Los falsos poetas le alimentan de impotencia, de envidia y de rencor.

4 Pero hay días peores. Quizá en algún café nos asalten en grupo:
   lo llaman recitales/micro abierto. ¡En guardia! ¡Huyamos mientras se acicalan 
                                                                                                                       [la voz!

5 O, en soledad, quizá se precipiten desde los acantilados de nuestra biblioteca:
   esas antologías donde escasea la grandeza y brilla el sol opaco de la ineptitud.

6 Los falsos poetas nos envían, encima, sus libros dedicados
   con pomposas palabras. Pero esas palabras sólo hablan de sí mismos.

7 Les escupo el silencio. No les tengo compasión:
   que se mueran, o quizás algo peor: ¡que triunfen!

8 Porque también hay días faustos y benditos: hoy he descubierto a un gran poeta,
   pero él ni siquiera sabe que lo es.

9 La luna está arriba.
   Debajo.


Eduardo Fraile

sábado, 14 de enero de 2017

Haiku

Las ranas croan en los puentes
del Hontanija. Oigo su bella música, extinta ahora
bajo el dominio del invierno. Las oigo entre las risas de unas niñas
pelirrojas que juegan
a capturarlas. Risas de plata pura
que se engarzan en los chapoteos
y los rayos del sol. Yo estaba allí, con mi caña, pescando
peces con lombriz. Seguro que me daría igual
que su revoloteo los espantase,
verdes suspiros que serpenteaban
hacia la presa del molino. Perlas de luz,
gotas de paraíso. Un leve escalofrío
me recorre el recuerdo
mientras ellas se alejan en sus bicicletas
hacia el futuro.


Eduardo Fraile

sábado, 7 de enero de 2017

Mi primer libro

           No sé, supongo que tras esas paredes de la calle Vega ─Gráficas Lafalpoo─ duermen en sus hermosos chibaletes los tipos con los que alguno de aquellos cajistas que trabajaron allí compuso mi primer libro. Yo corregí las galeradas temblando de emoción, preocupado por capturar esa errata recóndita que me perseguiría luego siempre, tan es así que ahora, en mis escrupulosas ediciones suelo incluir una adrede. Al menos una errata ha de quedar (y si es creativa y meliorativa, mejor). La perfección sólo es de Dios, y el tiempo nos da la clarividencia ─y la convicción─ de que esa perfección que buscamos no es sino la armonía de muchas pequeñas imperfecciones orbitando en torno a una idea de totalidad.
            Me iba a La Luna, que ahora quieren tirar, muy cerca de allí, en la plaza Cruz Verde, y me pedía un café para corregir aquellos pliegos benditos, roturados por los tipos de acero listos en sus bandejas de madera (las ‵galeras′, de ahí lo de galerada). Se les pasaba un rodillo con un poco de tinta, se extendía un pliego, como una sábana sobre el colchón, y con unos golpes de mazo se sacaba una copia tosca para ser comparada con el original.
           Qué no daría hoy por haber conservado alguna de esas primeras pruebas de Ningún otoño es amar… De hecho, ya mis siguientes libros se compusieron mecánicamente. El offset había ganado la batalla a la imprenta de Gutenberg, y muy pocos talleres imprimían en tipografía, hasta que se fueran jubilando los cajistas, hasta que aquellas viejas máquinas Heidelberg hincasen la rodilla, de la misma manera que ahora las Roland se rinden a las impresoras digitales.
           Eso. Qué bien sabían los cafés corrigiendo las pruebas de tu primer libro de poemas. Oliendo la tinta grasa y acre sobre un papel azul como el de los sobres de entonces, no se podía gastar el papel bueno en pruebas de edición. Quizá los dos espejos de La Luna que me reflejaban, uno de frente y otro de espaldas, conserven la imagen de mis veinte años enfrascado en la ocupación que me parecía la más importante del Universo: no escribir, que eso ya lo hacía durante horas en aquel mismo café, sino transformar esas palabras en algo físico y tangible, en hecho, en acción, en performance, palabra que se llevaba mucho entonces, en femenina carne de papel acariciada, en un libro.


Eduardo Fraile