sábado, 29 de agosto de 2015

Final de verano



Las eras estaban ya vacías, los montones
de cebada y de trigo, las parvas de paja trillada como harina
de oro, ya habían sido recogidas en graneros, sobrados,
paneras y pajares, y sobre la hierba aplastada
se dibujaban perfectos círculos, rectángulos
amarillos, como si hubiesen despegado naves extraterrestres,
los platillos volantes que durante el verano estacionaron allí.
Y sobre esas figuras geométricas, sobre sus áreas
pálidas y desvitalizadas comenzaban a brotar los quitadesayunos.
Leves, delicadísimas cintas albivioletas
como la camiseta del Real Valladolid
asomaban aquí y allá, como suspiros
becquerianos, como un hipo otoñal, como pañuelos
de la melancolía. Y eran esa metáfora de lo que nos sucedía
en el pecho, la señal del adiós, del comienzo del curso, del regreso
a la ciudad, al otoño, al invierno
profundo y nebuloso, a las bufandas
de lana… Y eran también las espadas en alto de los ángeles
echándonos del Paraíso…

Eduardo Fraile

sábado, 22 de agosto de 2015

El pespunte



Madre, recuerdo aquella vez que me cosiste,
con hilo de oro, un pantalón vaquero: era el verano
de 1977, de mi adolescencia, de la inseguridad
sobre mi propio cuerpo: ¿sería yo (es decir, aquellos huesos
larguiruchos, aquellos granos en la cara) hermoso
para alguien, para alguna de aquellas
chicas con las que habíamos quedado? Yo quería
gustar, no darles asco, al menos, y era el día siguiente
(domingo por la tarde) nuestra cita. ¿Pero a quién
de nosotros se le ocurriría invitarlas
a una merienda? Pues en un prado
junto al río Hontanija, hay árboles,
hacia la mitad del camino viejo entre Wamba
y Castrodeza, le explicaba a mi madre, que me miraba
con dulzura (¡Ay, majito!
Tú quieres ir hecho un pincel… ¡Si te vas a manchar
de verdín!), sonriéndose
para sus adentros. Tenía una camisa
verde botella, y pensé que los vaqueros
me quedarían mejor con sandalias (un look
un poco indio), y decidí, en consecuencia,
cortar los bajos y tijeretearlos, como haciendo
unos flecos. Vas a destrozar el pantalón,
dijiste, cómo se te ocurre, y te conté
con no poca vergüenza mis planes de conquista
o de caza. Vas a hacer el ridículo,
pero a base de bien, y te debieron conmover
mi poca idea (mi equivocada idea) de lo femenino
y de lo singular, mi timidez entreverada
de valentía, no sé, que tu hijo partiese
(que se aprestase a partir) con tan menguadas armas
a la batalla de los sexos… Trae,
dijiste entonces, y lo recuerdo ahora
para que tú me lo escuches decir
de nuevo, te voy a coser unos pespuntes
en pico, vas a ver…
No recuerdo sus nombres, la delicadeza
de sus facciones, la gracia de aquellos cuerpos núbiles
sobre la hierba. No volvimos a vernos
en posteriores veranos. No fue allí
donde me enamoré, pero una
de aquellas ninfas del pueblo vecino (como diciéndome,
quizá, ′me gustas tú′) me susurró al oído:
                                                              Cómo
mola tu pantalón…


Eduardo Fraile

sábado, 15 de agosto de 2015

El rapto



            En todos nuestros pueblos, que ahora reflorecen en verano y muestran algún fulgor de lo que fueron (cuando los animales y los hombres compartían un mismo afán y una misma esperanza) se celebra copiosamente La Asunción, apenas ya con su matiz religioso. Es la gran fiesta del verano, de la recolección, del reencuentro de los que se fueron con los que se quedaron, que ya son cada vez menos, cada vez más vencidos, maduros para la cosecha de la Muerte, que suele producirse en el invierno siguiente, con los fríos y la soledad.
            Seguramente ninguno de los chicos y chicas de las nuevas generaciones (excepto si son de Elche, quizá, donde se escenifica el Misterio) conocen el origen de esta fiesta, qué significa, qué sucede en la Asunción, quién, y por qué ángeles, es elevada… ni les importa. Pero como estas páginas tratan de la etérea condición de los seres alados, fijémonos un instante en esa escena: una mujer hermosa, con la belleza trascendida, aumentada por el dolor de la madre que ha perdido a su hijo, pero también por la alegría de la que va a reunirse con él, deja de pesar, de posar, y de repente se eleva, es alzada, izada, ensalzada al Paraíso.
            Si hemos amado a nuestra madre no imaginamos un cielo que no la contenga, que no sea ella, ninguna eternidad donde ella no esté a nuestro lado. Lo divino y lo humano son, en fin, la misma cosa. Uno la idealización de lo otro, su imagen, su metáfora.

Eduardo Fraile

sábado, 8 de agosto de 2015

La estación



El altísimo techo del que pendían lámparas
de intensa pedrería, y los suelos de mármol de Carrara
(como haciendo unas aguas de sangre o tinta china
desleída desde el Renacimiento). Y allí en medio, nosotros
entre el ir y venir de los viajeros y los equipajes
locos de atar que portaban señores con viseras
y guardapolvos amarillos. Hoy
vuelvo a sentir la angustia de la multitud,
del tenebroso bosque de piernas semovientes.
                                                                        Hijos,
quedaos aquí mientras voy a por un taxi…
Y allí estábamos en el centro del vestíbulo
de la Estación del Norte (nuestra madre
había colocado las maletas en círculo,
como los carromatos de los colonos del Oeste
cuando atacaban los indios), dentro de una O que no nos protegía
de su ausencia, una O que en realidad iba creciendo
violentamente dentro de nuestro pecho hasta cortarnos la respiración.
Cada segundo (y esto lo sabría mucho tiempo después)
era una espada atravesándonos. Madre,
no nos dejes aquí (y aquí era justo en la mitad
de la desolación), tan lejos (y lejos era al otro lado
de la vida), solos (y solos reflejaba el temor
de que no regresara)… ¡Pero bobos!
¡Si he vuelto en menos de lo que canta un gallo!
(Y mientras el taxista, con su gorra de plato, deshacía el corral
de nuestros bultos, ella nos abrazaba.) ¡Vamos, vamos,
que no me entere yo que habéis llorado!

Eduardo Fraile