sábado, 27 de diciembre de 2014

Las uñas de los pies



Ahora que tengo que ponerme las gafas de leer
para cortarme las uñas, recuerdo cuando tú me decías:
Hijo,
repásame esta mano (tus manos hermosísimas,
grandes y azules como ríos soñando
con regresar, el fuselaje de tus manos,
habría dicho Proust, aladas, góticas,
de dedos cuya cúspide yo te redondeaba
con las tijerinas…), que no me ha quedado muy allá
O en los últimos años, cuando yo te cortaba
las uñas de los pies, y tú me sonreías
con aquella dulzura capaz de hacer añicos
los tiempos, las edades y la cruel enfermedad,
y entonces tú eras de repente aquella niña
de Castrodeza, que desde muy temprano (puesto que la abuela
Evarista era albina y había que ver bien) cumplía el mismo rito
de amorosa piedad, semanalmente,
con su padre, el abuelo Bernardino…
Todos los sábados por la tarde iba Luisito
el barbero (que también era el sacristán) a arreglarle:
sus mejillas de durísimas púas de metal
quedaban como el mármol, tras pasarle dos veces la navaja
y la piedra de alumbre, y mientras él le enjabonaba
concienzudamente, mi madre iba lavándole los pies en una palangana.
Luego se los secaba con un paño
y comenzaba a cortarle aquellas uñas como de pedernal,
como chinas de trillo, con precisión y una extraña, honda sabiduría,
pese a sus pocos años, pese a su poca fuerza…
Así que en trozos recortados de papel de periódico
iban quedándose sus pelos como clavos
de herrar a las caballerías, entre el blanco jabón, y en otra hoja,
extendida en el suelo para apoyar los pies,
las excrecencias córneas de las uñas
parecían limaduras de oro que mi madre extraía
mágicamente de las raíces del abuelo:
aquel árbol sentado
cuya raíz, cuyo ramaje eran periódicamente acicalados
con oficio y amor.
Madre, no sé si alguna vez alguien hará lo mismo
conmigo. Me da igual. Cuando te fuiste
de la Tierra, yo te besé los pies. Lloré
sobre ellos largamente con estas mismas lágrimas
como letras cayendo
sobre el papel. Madre de pies bonitos,
de manos como ríos que regresan andando
de puntillas hasta mí, cada noche…

Eduardo Fraile

sábado, 20 de diciembre de 2014

La Casa del bacalao



Mi madre hacía cola todas las Navidades
para comprar el bacalao en esta tienda. O me mandaba a mí,
porque entonces los niños íbamos a hacer recados,
se decía así, hacer los recados. Me recuerdo en Madrid, con 4 años
yendo con una cesta de mimbre al mercado del barrio de Bilbao,
que era donde vivíamos, en San Telesforo, San Baldomero,
Jacinto Arcontes, esas calles extremas que ahora recorro con estupefacción
y decidida incredulidad. Pero en Valladolid ya teníamos 8 o 9 años
y una larga experiencia en tiendas de ultramarinos.
La Casa del Bacalao olía a sal
ya desde la cola en la calle Panaderos,
esos primeros días de las vacaciones
de Navidad. El bacalao, la lotería,
poner el Nacimiento, escribir la carta de los Reyes
Magos, los villancicos, los christmas, esas cosas terribles
y entrañables que nos duelen como si nos echásemos sal
(esa sal de los canteros cortados
con maestría por Heras), esa sal ultramarina
e implacable que había conservado el bacalao
de Terranova en las bodegas de los barcos, en barriles
de madera oscurísima, como si nos echásemos
esa sal a paladas en la herida
abierta del recuerdo.
                                   Cada Navidad
vengo a esta tienda a cumplir una misión
(que se ha convertido ya en una de mis maravillosas magdalenas
de Proust): y me pongo a la cola
de la mano grande y hermosa y luminosa de mi madre
―que ya no está― para comprar el bacalao.

Eduardo Fraile

sábado, 13 de diciembre de 2014

In memoriam



            Hay aquí retratos del tiempo (pinceladas de tiempo interior que nos dan el reflejo especular, en cierto modo, del tiempo, digamos, compartido, común, el aroma de época de esos retratos donde se percibe el fondo explicando el primer plano. He aquí retratos de quien fui y de quien seré, y también de otras personas, animales y cosas que me hicieron ser como soy. El juego malabar de presentes, pasados y futuros como naranjas en manos de un poeta, que quizá en este caso no sea el propio autor sino su personaje, es decir, el autor que le escribe.
            In memoriam recuerda, evoca y vuelve a resucitar a esas presentes sucesiones de uno mismo en otros tiempos, otros cielos, otras personas que han ido reflejando nuestros rostros de ayer, hasta componer un presente continuo de sorpresas y de extrañezas y de perplejidad maravillada.
            Se presenta hoy en sociedad «In memoriam» y, como estos últimos años, me veo casi en la obligación de decir unas palabras sobre el libro, ya que el autor y yo somos la misma persona. ¿Pero lo somos de verdad? Uno de los poemas se titula «El poeta Eduardo Fraile yendo a echar una carta al correo». Ese distanciamiento, ese hablar de mí desde otra parte que yo mismo, explica bien el punto de vista, el tono y la relatividad y la inestabilidad y la indefinición, en definitiva, entre yo poético y yo real.
            Desde luego, el exhibicionismo que supone toda publicación se compadece mal con la sensibilidad agorafóbica, perdón por la tristeza, del espíritu del creador. La torre (de marfil o de luz inexpugnable) no es más que una necesidad, una autoprotección, puro instinto de conservación. El poeta no sobreviviría en la intemperie de la tierra baldía, de la desolación del mundo, por eso envía a su ministro, a su yo social, a eso que yo estoy haciendo ahora, es decir, hablar de nuestro libro.

Eduardo Fraile

sábado, 6 de diciembre de 2014

Nola Story



            En nuestra galería de chicas maravillosas, esas Gilbertas Swann que nos han hecho ser así, en la realidad y en la ficción, en la vida y en la Literatura (aunque quizá esta disyuntiva sea puramente retórica, habida cuenta de que sólo existe un continuum, una baba real/imaginaria por la que nos deslizamos como caracoles), ingresa hoy un ángel nuevo: Nola K.
            Mis lectores enterados ya se habrán dado cuenta de que vengo de devorar «La verdad sobre el caso Harry Quebert», de Joël Dicker, trepidante máquina infernal que me ha llevado a recuperar hábitos caídos en desuso, como el ir leyendo por la calle, en los autobuses, en los cafés, en las colas del supermercado… Parecería uno lo que en realidad ya es: un residuo del pasado, una antigüedad que se mira con cierto aire de extrañeza.
            ― ¿Papá, qué es lo que lleva ese señor en la mano?
            Llevar un libro en la mano, qué acto de provocación. Y otra imagen maravillosa de la protagonista de esta novela: esa adolescente llena de gracia (de Gracia), es decir, de belleza y poder, esa naciente llama de amor viva, quién es esa que se levanta en la aurora, hermosa como la luna, brillante como el sol, terrible como los escuadrones desplegados, enamorada de quien ella ha elegido: Nola desplazándose por el espacio y el tiempo terrenales llevando una máquina de escribir, una Remington portátil con la que irá mecanografiando las páginas de Quebert… una Remington como ésta donde yo la echo de menos…
            No quiero extenderme en otras imágenes perturbadoras de la inteligencia de esta criatura al servicio de su amor (de la ejecución y consumación y salvaguarda de su amor) porque quizás alguno de nosotros esté aún en disposición de descubrirla, de experimentarla, de ser el afortunado destinatario (del Destino) del inconmensurable ―e inmerecido― don de semejante Paraíso…

Eduardo Fraile